¿No resulta confuso por qué nos enamoramos a lo largo de nuestra vida de personas que difieren tanto entre sí? ¿Por qué en unos momentos damos más importancia a una serie de factores que a otros? En ocasiones nos quedamos atónitos sobre las decisiones que vemos que toman algunas personas, o incluso nosotros mismos. ¿Qué parte del organismo se está activando entonces? ¿el cerebro? ¿ el corazón? ¿o, quizás la pelvis?
Cuando nos referimos a decisiones dirigidas por el cerebro, estamos dando cuenta de las presididas por nuestro lóbulo prefrontal (el que está más o menos a la altura de la frente) y cuyas funciones son explicar, analizar, operaciones de memoria a corto plazo, proyectar y planificar, es decir obedece a razones prácticas, frías o calculadas. Cuando se elige pareja atendiendo a argumentos como que “se trata de un buen partido”, “cómo voy a presumir”, “fulanito/a gana un buen sueldo”, “conoce a gente influyente”, “me da estabilidad social y económica”, es una persona muy apañad”, etc., se está anteponiendo la razón al sentimiento o, lo que es lo mismo, se está dando mayor peso a los argumentos presentados por esa parte de nuestro organismo.
Las razones del corazón son las que comúnmente decimos que la razón no entiende. Aunque ya sabemos que las emociones son también un producto del cerebro (en ese caso, de un núcleo que se conoce con el nombre de amígdala y está por el centro del cerebro), éstas no suelen atender a pensamientos verbales y tienen más que ver con necesidades, ilusiones, miedos resentimientos, afectos, etc. El lenguaje de las emociones son las sensaciones, y aunque nuestro cerebro (más concretamente nuestro hemisferio izquierdo, el verbal) nos esté literalmente bombardeando con miles de razones por las que una persona no tiene que gustarnos, el higadillo, o el corazón, nos empuja a preferir a esa persona, a querer estar cerca de ella y sentirla.
Por decisiones pélvicas entendemos aquéllas que tienen que ver práctica y casi exclusivamente con el atractivo sexual, la química, hacia la otra persona, y a partir de ahí se inducen una serie de características positivas (efecto halo) que muchas veces carecen de fundamento objetivo. Es decir, de un encaprichamiento sexual se pueden atribuir a la persona virtudes como ser buena persona, o buena cocinera, o experto/a en gestión financiera (según decida quien está interpretando libremente).
Las decisiones afectivas pueden tomarse teniendo en cuenta estos ingredientes de manera individual, o pueden combinarse en parejas “cerebro-corazón”, “cerebro-pelvis”, o “corazón-pelvis”. En ambos casos, es decir con uno solo o cualquiera de las combinaciones anteriores, la duración o permanencia de los afectos o, lo que es lo mismo, la sensación de satisfacción con la relación, tenderán a decaer con el tiempo, y las probabilidades de que una pareja se consolide son bajas.
Para que una pareja perdure, y además pueda considerarse un éxito (es decir, permanecer enamorados a lo largo de los años, sean diez, veinte o sesenta), las decisiones han de ser el resultado del sumatorio equilibrado de las tres: Sé por qué amo a mi pareja + Siento que la amo + Es la persona a la que más deseo. Para los descreídos en estos temas, hay muchas parejas que están haciendo que lo difícil parezca fácil, y no es fruto del azar. El premio de esta aportación continua y recíproca no es aguantarse a lo largo de los años, sino llegar a despedirse, no con el amor del primer día, sino con el amor de toda una vida, es decir: más enamorados que nunca. El que quiera sudar la camiseta porque le compense el premio: ¡a correr!
Colaboración de Mila Cahue para MeeticAffinity