La idea del amor asociado al sufrimiento, al dolor o incluso a la muerte es, lamentablemente, demasiado habitual en la literatura, las películas, las tradiciones o las propias ensoñaciones. Y decimos demasiado porque, aunque ciertamente existen situaciones dentro de una relación amorosa que suponen un cierto grado de sufrimiento (por ejemplo, pérdida de un ser querido, el dolor que produce ver y vivir un mal momento de la persona amada, contratiempos vitales inevitables, etc.), se trata de un tipo de experiencias que suponen un fundamento muy frágil e inconsistente para que una pareja crezca dentro de una relación afectiva sana y satisfactoria.
Si bien es posible que el punto de arranque de algunas parejas haya sido un evento o entorno de dolor, para que éstas progresen se tienen que crear en cuanto sea posible circunstancias placenteras y agradables que sirvan de soporte.
Existe gran cantidad de estudios dentro del marco de la psicología que describen cómo la proporción de eventos desagradables debe de ser cinco veces inferior que la de eventos agradables o, lo que es lo mismo, por cada experiencia negativa la pareja necesita de cinco positivas para reestablecer el equilibrio emocional.
Por otro lado, el sufrimiento es la consecuencia de una situación dolorosa repetida y no resuelta. El sistema nervioso central, es decir, nuestro cerebro, cuenta con múltiples herramientas para facilitar la supervivencia del organismo de la forma más eficaz (que tiene que ver con que sea agradable, positiva y/o equilibrada). Una de esas herramientas es el dolor. Por lo general, esta sensación aparece como indicativo de corrección de algo que no se está haciendo de la manera más adecuada. Por ejemplo, nos duele el estómago cuando hemos comido más de lo que debíamos, o algún alimento en mal estado. Nos duelen las articulaciones cuando hacemos ejercicios que las sobrecargan. Nos duele el alma cuando las relaciones no salen como esperábamos.
En cualquier caso, el dolor nos está indicando que hay algo que se debe cambiar. En los ejemplos anteriores: comer menos u otra cosa, bajar el nivel de ejercicio, o relacionarnos con otra persona, o con la misma pero de otra manera. Cuando somos incapaces de generar situaciones alternativas y repetimos los mismos patrones, entonces estamos siendo los creadores de nuestra propia experiencia de sufrimiento, que más tarde o más temprano desembocará en trastornos físicos o afectivos. Definitivamente, nada que ver con el amor.
Y sin embargo, se nos siguen presentando de manera que casi pasan desapercibidas, escenas, lecturas, leyendas de supuestas grandes historias de amor que tienen más que ver con la insensatez, la irracionalidad o la imprudencia que con el placer asociado al bienestar y al crecimiento afectivo.
Aunque también es mucha la literatura que existe en torno a la relación entre placer y dolor, en términos psicológicos esto queda más próximo al trastorno mental que al uso eficaz de las herramientas cerebrales. Por lo tanto, desaconsejamos cualquier amago de relacionar uno con lo otro si lo que se pretende es relaciones afectivas saludables, llenas de pasión y desprovistas de distorsiones de índole masoquista.
En resumen: es normal que, eventualmente, las parejas tengan que pasar por ciertas dificultades, situaciones dolorosas o circunstancias adversas inherentes el hecho de estar vivo, pero es importante tener en cuenta que el amor bien entendido no se ejercita por medio de palabras, gestos o actitudes que puedan tener consecuencias que, directa o indirectamente, resulten en dolor o daño para uno o ambos miembros de la pareja.
Cuando se detecta que el dolor de uno es el placer del otro (aunque pueda ir disfrazado de muecas lastimeras), acaba de saltar la sirena de alarma: salir huyendo sin dar explicaciones.
Colaboración de Mila Cahue para MeeticAffinity